El tren del ferrocarril transiberiano que había salido el día anterior de Pekín y que cubre la ruta de Moscú en un viaje de nueve días entra en Zabailkalsk, la estación fronteriza de la URRS, procedente de Jarbín. Cada vez que nos aproximamos a una frontera, a un límite, nuestra tensión aumenta y afloran las emociones. Las personas no están hechas para vivir en situaciones límite, las evitan o al menos intentan librarse de ellas lo mñas rápidamente posible. Y, sin embargo, uno se las encuentra en todas partes, en todas las partes las ve uno y las siente. Tomemos, sin ir más lejos, un atlas del mundo: meros límites. De los oceanos y los continentes. De los desiertos y de los bosques. De las lluvias, de los monzones, de los tifones, de las tierras cultivables y de las baldías, , heladas y ácidas, de la pizarra y de la pudinga. Añadámosle los límites de la presencia de fósiles cuaternarios y de erupciones volcánicas, de basalto, creta y traquita. También podemos ver los límites de la plataforma patagónica y del Canadá, las zonas de los climas tropical y ártico, las fronteras de la superficie de erosiónde la cuenca del Adyga y del lago Chad. Limitados hábitats de los diferentes mamíferos. Diferentes insectos, diferentes batracios y reptiles, entre ellos la muy peligrosa cobra negra y la terrible, aunque por suerte perezosa, anaconda.
¿Y los límites de las monarquías y de las repúblicas? ¿Reinos remotos y civilizaciones perdidas? ¿Pactos, tratados y alianzas? ¿Tribus negras y amarillas? ¿Desplazamientos de los pueblos? El límite al que habían llegado los mongoles y hasta dónde los jázaros y hasta dónde los hunos.
¡Cuántas víctimas, cuánta sangre y cuánto dolor ha causado la cuestión de las fronteras! No tienen fin los cementerios donde yacen aquellos que murieron en el mundo defendiéndolas. Igual de infinitos son los cementerios de los osados que intentaron ampliar las suyas. Podríamos dar por sentado que la mitad de los que pasaron por nuestro planeta y murieron en el campo del honor exalaron su último suspiro en batallas por una frontera.
Esta sensibilidad por la cuestión de las fronteras, ese afán incansable de marcarlas, de ampliarlas o de defenderlas todo el tiempo, no sólo es propio del hombre, sino también de toda la naturaleza viva, de todo lo que se mueve en la tierra, en el agua y en el aire. Algunos mamíferos, en defensa de sus pastos, dejarán que el invasor los despedaze antes de abandonarlos. Muchos depredadores, para conquistar nuevos terrenos de caza, clavarán sus dientes en las gargantas de sus rivales hasta matarlos. Incluso nuestro silencioso y dócil gatito, cómo se esfuerza, cómo se arquea y se eriza para sacar de su cuerpo unas cuantas gotas -unas por aquí, otras por allá- con las que marcar los límites de su territorio.
¿Y nuestros cerebros? No dejan de tener codificadas una cantidad infinita de fronteras de todas clases. Entre el hemisferio izquierdo y el derecho, entre el lóbulo frontal y el lateral, entre la epífisis y la hipófisis. ¿Y los límites entre las circunvoluciones, los ventrículos y las fisuras? Fijémonos en cómo discurre nuestro razonar. Por ejemplo, cuando pensamos: Hasta aquí podemos, pero más allá, no. O cuando decimos: ¡ Cuidado hasta dónde llegas! ¡No vaya a ser que traspases la frontera! Por añadidura, todos estos límites del pensar, del sentir, todas estas órdenes y prohibiciones, no paran de moverse, de cruzarse, de penetrarse mutuamente y de apilarse las unas sobre las otras. Nuestros cerebros albergan un constante movimiento fronterizo, confinante, limítrofe. De ahí los dolores de cabeza y las migrañas, de ahí tanta confusión. Sin embaro, a veces también se producen perlas: visiones, iluminaciones, destellos de grandes ideas y hasta de genio, aunque, por desgracia, con mucha menor frecuencia.
La frontera no es sino el estrés, incluso el miedo (mucho menos a menudo, la liberación). La noción del límite puede entrañar la de algo definitivo, la puerta puede cerrarse detrás de nosotros para siempre: ésta es la frontera entre la vida y la muerte. Los dioses conocen estas inquietudes, y por eso intentan ganarse partidarios entre los hombres, para lo cual les prometen que, como premio, podrán entrar en el reino de los cielos, que será, precisamente, infinito. El paraíso del dios de los cristianos, el de Yahvé y el de Alá no tienen fronteras. Los budistas saben que el nirvana es el estado de plácida felicidad sin límite. En una palabra, lo más deseado, esperado y anhelado por todo el mundo no es sino esa incondicional, total y absoluta infinitud.
Ryszard Kapuscinski
El Imperio