2.5.12

Segundo Acto: Soledad

Las tinieblas invaden de nuevo la sala aderezadas por el sonido de millones de aplausos. Los espectadores, actores malditos del Drama Humano, reconocen en la diva su propia debilidad y la premian con una ovación no demasiado sincera. Miradas cómplices revelan murallas que más de uno creía invisibles; y es que hay espejos en los que asusta mirarse.

Los minutos pasan y la incomodidad por la espera se hace patente. La representación, que no ha hecho más que comenzar, enseña mucho más de lo que parece y no se aferra a excusas banales para disimular una realidad que para la mayoría resulta incómoda. El alma humana es frágil y muchas barreras aparentemente fuertes son muy fáciles de derribar. Las luces se encienden de nuevo y gritos triunfales arropan una nueva y pequeña figura que, tranquila, parece leer en mitad del escenario.

Sentada tras una mesa una tímida bibliotecaria ordena papeles con la diligencia de un ordenador. Su abstraída figura deja volar la imaginación de los presentes, mostrando que tras su monótona labor se oculta una especie de enfermizo mantra que le permite conservar la cordura. Los años han pasado para ella, reflejando en su rostro tenues arrugas que no logran emborronar una belleza marchita a la par que poética. Como un derrotado Don Quijote, la heroína se abstrae de la locura mundana en relatos oscuros que nadie ha leído y, cuando nadie la ve, llora escondida por un amor que nunca llegó a conocer.

Cae la noche y la inocente mujer se vuelve a su casa dispuesta a descorchar, una vez más, una botella de mal vino que acabará disfrutando en compañía de un gordo felino. Bebe y llora, una y otra vez. La soledad la invade como un ladrón en la noche, dispuesta a recordarle su miseria. Entre línea y línea de afamada literatura la pantalla de un desgastado ordenador ilumina su figura, tornándola en un triste ángel que busca en la red lo que el mundo terrenal se afana en negarle. Una llamada, un encuentro. Una triste solución para un alma herida.

La tímida bibliotecaria se entrega a sus más bajos instintos tan sólo por el reconfortante roce de un cuerpo ajeno, por el mero placer de la compañía. Amantes anónimos pueblan su cama por unas horas, dejando como pago una vaga promesa que nunca es cumplida. Ella lo sabe y ya le da igual. El olor a sexo y miseria invade la sala, generando en el público una excitación voyerista que no esconde una tenue empatía hacia un espíritu menos extraño de lo que cabe parecer. La ardiente fémina retoza y grita para el placer de los infinitos ojos que la observan, consciente, quizás, de que en su pecado habita un mensaje más puro de lo que su delito enturbia. El día comienza de nuevo y la historia no parece cambiar. Santa de día, puta de noche, la tierna figura moldea su vacua existencia en torno a la soledad.

Nuevamente las luces se apagan, un nuevo acto llega a su fin. La triste muchacha abandona las tablas para continuar con una vorágine que ya no es capaz de frenar. Su vida se basa ahora en falsas promesas y trágicas esperanzas. Últimos reductos de una batalla que perdió hace mucho tiempo.

Cada hombre posee dentro de sí un niño que clama por ser consolado. El alma humana no sólo es frágil, sino también solitaria. Día tras día creamos lazos que nos ayudan a huir del horror de la indiferencia, del dolor de la soledad. Los actores del Drama Humano interpretan su papel acorde a quienes les rodean, modelando de este modo una tenebrosa sátira en la que la ausencia de amor, de cariño, puede ser tan terrible, o incluso peor, que la misma muerte. Familias, amigos… Uniones creadas por el propio espíritu para escapar de una violenta realidad que nos amenaza en cada momento; y es que ni todas las barreras del mundo pueden ayudar a un corazón que no tiene a nadie con quien llorar.

Fin del segundo acto.