Los
minutos pasan y la incomodidad por la espera se hace patente. La representación,
que no ha hecho más que comenzar, enseña mucho más de lo que parece y no se
aferra a excusas banales para disimular una realidad que para la mayoría
resulta incómoda. El alma humana es frágil y muchas barreras aparentemente
fuertes son muy fáciles de derribar. Las luces se encienden de nuevo y gritos
triunfales arropan una nueva y pequeña figura que, tranquila, parece leer en
mitad del escenario.
Sentada
tras una mesa una tímida bibliotecaria ordena papeles con la diligencia de un
ordenador. Su abstraída figura deja volar la imaginación de los presentes,
mostrando que tras su monótona labor se oculta una especie de enfermizo mantra
que le permite conservar la cordura. Los años han pasado para ella, reflejando
en su rostro tenues arrugas que no logran emborronar una belleza marchita a la
par que poética. Como un derrotado Don Quijote, la heroína se abstrae de la locura
mundana en relatos oscuros que nadie ha leído y, cuando nadie la ve, llora
escondida por un amor que nunca llegó a conocer.
Cae la
noche y la inocente mujer se vuelve a su casa dispuesta a descorchar, una vez
más, una botella de mal vino que acabará disfrutando en compañía de un gordo
felino. Bebe y llora, una y otra vez. La soledad la invade como un ladrón en la
noche, dispuesta a recordarle su miseria. Entre línea y línea de afamada
literatura la pantalla de un desgastado ordenador ilumina su figura, tornándola
en un triste ángel que busca en la red lo que el mundo terrenal se afana en
negarle. Una llamada, un encuentro. Una triste solución para un alma herida.
La
tímida bibliotecaria se entrega a sus más bajos instintos tan sólo por el
reconfortante roce de un cuerpo ajeno, por el mero placer de la compañía.
Amantes anónimos pueblan su cama por unas horas, dejando como pago una vaga
promesa que nunca es cumplida. Ella lo sabe y ya le da igual. El olor a sexo y
miseria invade la sala, generando en el público una excitación voyerista que no
esconde una tenue empatía hacia un espíritu menos extraño de lo que cabe
parecer. La ardiente fémina retoza y grita para el placer de los infinitos ojos
que la observan, consciente, quizás, de que en su pecado habita un mensaje más
puro de lo que su delito enturbia. El día comienza de nuevo y la historia no
parece cambiar. Santa de día, puta de noche, la tierna figura moldea su vacua
existencia en torno a la soledad.
Nuevamente
las luces se apagan, un nuevo acto llega a su fin. La triste muchacha abandona
las tablas para continuar con una vorágine que ya no es capaz de frenar. Su
vida se basa ahora en falsas promesas y trágicas esperanzas. Últimos reductos
de una batalla que perdió hace mucho tiempo.
Cada
hombre posee dentro de sí un niño que clama por ser consolado. El alma humana
no sólo es frágil, sino también solitaria. Día tras día creamos lazos que nos
ayudan a huir del horror de la indiferencia, del dolor de la soledad. Los
actores del Drama Humano interpretan su papel acorde a quienes les rodean,
modelando de este modo una tenebrosa sátira en la que la ausencia de amor, de
cariño, puede ser tan terrible, o incluso peor, que la misma muerte. Familias,
amigos… Uniones creadas por el propio espíritu para escapar de una violenta
realidad que nos amenaza en cada momento; y es que ni todas las barreras del
mundo pueden ayudar a un corazón que no tiene a nadie con quien llorar.
Fin
del segundo acto.