22.2.12

Mi Derrota

Un cuerpo inerte reposa en el suelo. En sus ojos tu mirada; en su boca tu sonrisa. Un cuerpo inerte reposa en el suelo, camino de un viaje que me es imposible emprender, que me niego a aceptar. Un cuerpo sin alma ni palabras de despedida. Mi amigo se muere. Se muere gracias a ti.

Hace años que te conozco, que por primera vez oí susurrar tu nombre. Fantasma implacable de tierna sonrisa y fieros colmillos. Cárcel del alma, parca de la humanidad. Señora de la Guerra, genocida implacable. Por tu mano o designio millones han caído, víctimas del vicio o la codicia. Nombres escritos con sangre en tu convulsa agenda.

La cara de mi amigo adquiere, segundo a segundo, el color y la consistencia de la cera. Cada rasgo, cada arruga, se marca a fuego en un repugnante tono bilis. Un trazado orográfico de muerte que me muestra con crudeza la verdad en las palabras de aquellos que te han conocido.

Amante secreta, musa maldita; motor creativo de algunos de los más grandes, asesina de todos ellos. Tan poderosa que trasciendes la propia autoría para caer de cabeza en la obra, el mejor ingrediente de un almuerzo desnudo. Hija de flores malditas, pan de los pobres. Tú eres la estrella del show, el redoble del tambor para el salto fatal de un trapecista demente. Nacida entre algodones, bautizada en una oficina y criada en bañeras pútridas del tercer mundo.

El cuerpo sin vida comienza a convulsionarse al tiempo que mil estrellas abrazan con húmeda ternura su trémula carne. Sus dientes desgarran mi mano que lucha por mantener abierta una boca que rehúsa el oxígeno. La sangre recorre tímidamente mis falanges, precipitándose al vacío de sus labios acompañada de un dolor que soy incapaz de sentir. Negras sombras comienzan a rodear unos ojos de un blanco tan intenso, tan puro, que ciega mi alma y quema mi corazón.

Tú, que trasciendes la razón ajena a tu condición física; que haces tuyas las venas del más fuerte y el más débil por igual. Tú, que tanto has dado y tanto has quitado, te llevaste a los mejores y ahora te lo llevas a él. Anfitriona de una partida perdida de antemano, me miras a los ojos y te ríes consciente de que si no es tuyo hoy mañana lo será.

Mi amigo se muere en mis brazos y no hay lágrimas que lo hagan volver. Mi mano derecha bloquea su boca; la otra reposa en su corazón. Cada latido parece el último, espaciándose y debilitándose poco a poco con respecto al anterior; robándome un año de vida, de inocencia, segundo a segundo. De pronto el corazón se rinde, la vida se escapa, al tiempo que seis figuras invaden la estancia frustrando así tu victoria. Un séquito angelical de brillantes colores reclama su cuerpo, separándome de él. Lucho por permanecer a su lado aun consciente de que tan pueril acto no haría más que empeorar la situación.

Los minutos corren como eras, enrareciendo el aire con una insoportable tensión de agudas armonías. No hay esperanza en una habitación sin vida.

Y entonces se obró el milagro.

Postrado en una camilla mi amigo muerto vuelve a la vida con un horrible sonido de asfixia y la desmesurada mirada de una criatura abisal. Confundido y desorientado, el joven Lázaro observa a sus salvadores con estúpida expresión mientras balbucea palabras inconexas. El viaje toca su fin antes siquiera de haber comenzado.

Abandono la habitación con un sabor agridulce en los labios. Te miro por última vez a los ojos y no veo derrota o furia, sino confiada arrogancia y sobrada satisfacción. No es hasta varias horas después que, con una jeringuilla en su brazo, me muestras que el ganador nunca fui yo. Qué hija de puta.