La
humanidad observa ansiosa el pequeño teatro de la realidad, las tablas donde la
frágil bailarina y la solitaria bibliotecaria se despojaron del pudor de sus
vidas, mostrando generosas los males del alma. Metáforas de todo aquello que
nos destruye, que nos condena al inevitable final de la función. Pero no
adelantemos acontecimientos.
Volviendo
la vista hacia el escenario, los espectadores observan edificios surgir de la
nada, conformando el perfil de una ciudad cualquiera. Tu urbe, la mía. Cualquiera.
La función acaba de cruzar su ecuador y ya no hay actor, sino escenario. Calles
infinitas pobladas de tristes figurantes que caminan de aquí para allá esperando
el triste día del juicio. Coches expulsando negros gases y multicolores
regueros oleaginosos. Arboles muertos y pájaros enfermos. Una ciudad
cualquiera. Y la oscuridad lo impregna todo…
Una
especie de brea etérea cubre asquerosamente cada rincón de las tablas. Hombres,
edificios, animales… Todos cubiertos por esa irreal materia. Pero nadie parece
darse cuenta. Regueros mugrientos invisibles al ojo humano.
Los
habitantes meditan acerca de sus vidas, de su futuro y su pasado, mientras
pequeñas voces agregan descaradas pequeñas variaciones a la verdad de lo
sucedido. Otros beben en bares mugrientos e inician peleas con otros seres con
los que ni tan siquiera habían colisionado. Y un piano al fondo pone música a
un espectáculo tan público como privado. La oscuridad se fusiona con la vida
misma, con las calles y las casas, canturreando obscenas propuestas en los oídos
de los desesperados. Mintiendo al corazón de quien es frágil, regodeándose del
alma que está sola. Una serpiente jugando peligrosamente en un bosque de carne
y sangre. No es una bestia insaciable de castigadora rabia, sino una
manifestación intangible de todo lo que atenaza el espíritu. No es una meta, es
la transición. No te grita, te susurra; no aparece, se germina y no te
destruye, te desgasta hasta convertirte en una parodia de ti mismo, un doppëlganger
terrible por el que la noción de la realidad pasa por un amargo filtro color
amarillo pus. El tiempo pasa y unas luces se encienden y otras se apagan. Vida
y muerte. Negro ciclo.
Los
actores no entienden lo que observan, o quizás lo entienden demasiado bien. Al
fin y al cabo condujeron sus lujosos coches por las solitarias calles de sus
respectivas metrópolis para venir al teatro de sus vidas. Verte reflejado en el
actor principal nunca es tan duro como darse cuenta de que eres insignificante.
Y se miran a los pies susurrando que ellos no son así, que su existencia vale
mucho más que todo aquello que están viendo. La cartera de marca dentro de sus
pantalones desvela su mentira.
Y
los minutos pasan y la ciudad crece en densidad de población. Más gente, más
casas. Más desolación. La oscuridad envuelve a los recién llegados y se
alimenta de los caídos; del hombre aqueroso que empuja un carrito lleno de
latas por sus calles atestadas; del yonki sentado en un váter de gasolinera de
pueblo con una jeringuilla en el brazo y una sonrisa melancólica en sus labios.
Del niño que ve a su padre pegar a su madre. De la adolescente que ignorante
vende por primera vez su cuerpo en la calle.
Tristeza.
Lágrimas de cemento y ladrillos. La ciudad se derrumba y sobre los escombros un
millón de actores observan a su público. Los estudian, los juzgan. Los
sentencian. Las luces se apagan lentamente y el brillo de sus miradas se
esfuma, salvando la poca cordura que los asistentes parecen conservar. No es el
momento, todavía no. Tan solo el tercer acto tocando su fin.
Cada
hombre posee dentro de si una serpiente venenosa esperando cautelosa el momento
de lanzar su mordisco fatal. Una voz sinuosa que trastoca el mundo y que con un
alfiler de diamantes pincha la delicada burbuja de la esperanza humana. Está en
tu cabeza, en tu vida, el todo lo que te rodea. En tus cereales de marca y tu
café de diseño. Vive en tu oficina esclavista de grandes inversores
despiadados. Existe en tu dinero. Vomita en tus creencias. La oscuridad es toda
la mierda que te rodea y no quieres ver, toda esa escoria que decides ignorar. Es
la locura de tu vida, tu obsesión por un empleo que trate de demostrar algo a
quienes no te importan. Tu realidad.
Fin
del Tercer Acto.