7.12.12

Tercer Acto: Oscuridad

Tercer acto. Tercera bala en el cráneo de un cuerpo caído llamado espíritu. El Drama Humano continua implacable su sórdida sesión con incontables cadáveres de actores como marionetas con los hilos cortados. Cruel broma de sádico titiritero.

La humanidad observa ansiosa el pequeño teatro de la realidad, las tablas donde la frágil bailarina y la solitaria bibliotecaria se despojaron del pudor de sus vidas, mostrando generosas los males del alma. Metáforas de todo aquello que nos destruye, que nos condena al inevitable final de la función. Pero no adelantemos acontecimientos.

Volviendo la vista hacia el escenario, los espectadores observan edificios surgir de la nada, conformando el perfil de una ciudad cualquiera. Tu urbe, la mía. Cualquiera. La función acaba de cruzar su ecuador y ya no hay actor, sino escenario. Calles infinitas pobladas de tristes figurantes que caminan de aquí para allá esperando el triste día del juicio. Coches expulsando negros gases y multicolores regueros oleaginosos. Arboles muertos y pájaros enfermos. Una ciudad cualquiera. Y la oscuridad lo impregna todo…

Una especie de brea etérea cubre asquerosamente cada rincón de las tablas. Hombres, edificios, animales… Todos cubiertos por esa irreal materia. Pero nadie parece darse cuenta. Regueros mugrientos invisibles al ojo humano.

Los habitantes meditan acerca de sus vidas, de su futuro y su pasado, mientras pequeñas voces agregan descaradas pequeñas variaciones a la verdad de lo sucedido. Otros beben en bares mugrientos e inician peleas con otros seres con los que ni tan siquiera habían colisionado. Y un piano al fondo pone música a un espectáculo tan público como privado. La oscuridad se fusiona con la vida misma, con las calles y las casas, canturreando obscenas propuestas en los oídos de los desesperados. Mintiendo al corazón de quien es frágil, regodeándose del alma que está sola. Una serpiente jugando peligrosamente en un bosque de carne y sangre. No es una bestia insaciable de castigadora rabia, sino una manifestación intangible de todo lo que atenaza el espíritu. No es una meta, es la transición. No te grita, te susurra; no aparece, se germina y no te destruye, te desgasta hasta convertirte en una parodia de ti mismo, un doppëlganger terrible por el que la noción de la realidad pasa por un amargo filtro color amarillo pus. El tiempo pasa y unas luces se encienden y otras se apagan. Vida y muerte. Negro ciclo.

Los actores no entienden lo que observan, o quizás lo entienden demasiado bien. Al fin y al cabo condujeron sus lujosos coches por las solitarias calles de sus respectivas metrópolis para venir al teatro de sus vidas. Verte reflejado en el actor principal nunca es tan duro como darse cuenta de que eres insignificante. Y se miran a los pies susurrando que ellos no son así, que su existencia vale mucho más que todo aquello que están viendo. La cartera de marca dentro de sus pantalones desvela su mentira.

Y los minutos pasan y la ciudad crece en densidad de población. Más gente, más casas. Más desolación. La oscuridad envuelve a los recién llegados y se alimenta de los caídos; del hombre aqueroso que empuja un carrito lleno de latas por sus calles atestadas; del yonki sentado en un váter de gasolinera de pueblo con una jeringuilla en el brazo y una sonrisa melancólica en sus labios. Del niño que ve a su padre pegar a su madre. De la adolescente que ignorante vende por primera vez su cuerpo en la calle.

Tristeza. Lágrimas de cemento y ladrillos. La ciudad se derrumba y sobre los escombros un millón de actores observan a su público. Los estudian, los juzgan. Los sentencian. Las luces se apagan lentamente y el brillo de sus miradas se esfuma, salvando la poca cordura que los asistentes parecen conservar. No es el momento, todavía no. Tan solo el tercer acto tocando su fin.

Cada hombre posee dentro de si una serpiente venenosa esperando cautelosa el momento de lanzar su mordisco fatal. Una voz sinuosa que trastoca el mundo y que con un alfiler de diamantes pincha la delicada burbuja de la esperanza humana. Está en tu cabeza, en tu vida, el todo lo que te rodea. En tus cereales de marca y tu café de diseño. Vive en tu oficina esclavista de grandes inversores despiadados. Existe en tu dinero. Vomita en tus creencias. La oscuridad es toda la mierda que te rodea y no quieres ver, toda esa escoria que decides ignorar. Es la locura de tu vida, tu obsesión por un empleo que trate de demostrar algo a quienes no te importan. Tu realidad.

Fin del Tercer Acto.

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